Diario de Plaza Venezuela: enero, 2011, segunda semana. (Transversal Colón, diagonal a la Sinagoga).

Ricardo Ramírez Requena




 El peruano vive en la esquina del frente. No es un loco como cualquiera. Por lo menos así no lo reconoce la comunidad. Loco en regla el señor moreno, alto, gallardo, elegante que lee el mismo periódico de hace dos meses en la acera cerca de la Torre Polar. Locos la pareja, conocida como “perolito y escarlata”, que solo duermen medio empiernados en las escaleras de la misma Torre. Hay otros: un señor rubicundo que camina mal y vive en un pasillo entre edificio y edificio en nuestra calle; una niña que anda con recogelatas mayores; otros. El peruano lleva un tumbao distinto. Vive en el edificio de enfrente: tres pisos, haciendo esquina, cerca de la casa donde hacen todas las donuts que se venden en esta ciudad y al lado de la iglesia evangélica china. Su rostro parece desfigurado. Parece que siempre riera, como el Guasón. Una misma chemise blanca, un pantalón que varía poco, a veces una gorra. Nunca se le ve de día. Llega al alba acariciando sus perros, y el resto de los perros de la calle. Son varios: dos pequeños blancos, uno cacri por completo, un pequeño Golden Retriver, un pitbull hediondo cruzado con alguna otra raza. Ellos lo reciben como se recibe a un padre luego de un largo viaje. El los alimenta. Les pone una almohada vieja afuera del edificio para que duerman. Los abraza, los besa, los acaricia a todos por igual. Ellos se desviven por él. Lo lamen, lo mordisquean. Es San Francisco de Asis versión limeña. Un pequeño gato lo ronda, pero lo suyo son los perros. Un pastor alemán y un lobo siberiano lo desprecian; junto con ellos, un Gran Danés que aúlla permanentemente, pequeño cachorro que parece un caballo. Apenas tiene competencia. El vecino de mi mismo piso, 3, del edificio al frente del San Francisco limeño, tiene un perro también. Suele acariciar otros, de día, cuando no está nuestro peruano. Se relame de dicha, tanto como el peruano. Espera que se acueste el otro al llegar en la mañana y se hace dueño de los perros. A algunos los sube a su casa a darles de comer. Otros no tienen tanta dicha. Su compañero, un perro blanco inquieto, tamaño mediano, no sufre de celos. Acepta a sus compañeros, les brinda.

Los perros velan, ladran, rodean la calle día y noche. Juegan, se montan, rondan. Observan al que pasa y lo que pasa. Anoche mataron a alguien en la calle, en la calle de los locos. Los perros callaron. El asesino salió caminando, con la pistola en la mano, tranquilo. Le dio el tiro al otro por la espalda, desde la parte de atrás de la moto en donde iban. Así, bum, y chao. Se llevó el botín que había robado junto con su compinche, lo dejó frío en el suelo. Parece que no quería compartir. Parece que quería todo para el mismo. Un breve grito de “asesino” se escuchó segundos después. Y no hubo más voces.

Yo escuché el grito en la sala. Mi esposa me preguntó si estaba bien. Salió, nos vimos, no pasaba nada. Por la ventana del cuarto, con la luz apagada, me asomé: vi el cuerpo. No dejé que ella viera la escena hasta un tiempo después. Me asomé entonces por el balcón. Llegó alguien e hizo una llamada. Los vecinos se iban acercando, bajando de su casa. Nuestro carro parado cerca, muy cerca del muerto. Primero llegó un policía, luego varios. Hicieron balística, marcaron los cartuchos vacíos; luego más gente y con ella, mucho rato después, los forenses. Apenas entonces cubrieron el cadáver. Llegaron motos y policías en ellas, trancaron la calle. Ni un perro cerca, ni el loco. La imagen desde arriba era de foto: un círculo de vecinos alrededor del cadáver. Un eterno silencio. Ni un ladrido. Un largo río de sangre bajando por la calle.

Una hora después quizás, se llevaron el cuerpo. Quedaron los círculos de tiza en el piso, la sangre. Poco a poco fue cada quien regresando a su casa. Se despejó el asfalto. Solo el loco salió vociferando: ¡¡saquen sus tobos de agua, sáquenlos que hay que borrar la sangre del camino, la sangre de la calle, de la alfombra de mis perros, limpien la inmundicia de los hombres, vengan, vengan!! Nadie le prestó atención: el sacó sus tobos, los vació en el charco de sangre, hizo que la sangre corriera, cuidando de no borrar los círculos de tiza. Y se acabó todo.

En la mañana, la mancha del sangrero estaba seca; no todo se había borrado. Llegó el peruano con su trasnochada, besa a los perros, uno a uno, y entonces los coloca sobre los círculos de tiza que quedaron. Quería jugar con ellos, que se quedaran en sus círculos. No le hicieron caso, claro está. Se molestó. Golpeó a uno, a otro. Se fueron estos. Quedaron solo los dos pequeños blancos, y el pittbull. Este último tampoco hacía caso a su juego de quedarse en el círculo blanco y fue golpeado. Al segundo intento de golpe, lo mordió. Gritó, el peruano. El perro no se fue, lo retó con la mirada. Entonces le increpó: “te traje unas nubes, te limpié la alfombra anoche, y así me pagas.”

Se dio media vuelta, trastabillando, pateó la almohada del perro, y entró en la casa. Y así todos los días. No le da comida. Solo los dos blancos pequeños le siguen siendo fieles. Se le escucha murmurar que necesita más víctimas para sus círculos de tiza. Mira al Pitbull con avidez. Se relame. Hace consultas con los perros pequeños. Pactan. Sus últimas palabras al Pittbull fueron: “ahora, como castigo, no te enseñaré el juego de las nubes; solo lamerás el suelo, la alfombra, la sangre”.

El Pittbull, receloso, pasó la mañana observando y oliendo la sangre que dejó el cadáver. Desde mediodía no se le ve más por aquí.

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