Extracción de la piedra de locura

Susan Urich




Para Elena, en sentido curvo; y esencialmente para Alejandra.


"y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti 
como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio..."

Alejandra Pizarnik.


La locura es una piedra de color indefinido que emite sonidos tubulares al impactar contra la superficie de la mente. A veces -y esto lo sé cuando se apagan las voces- la piedra se enquista en una grieta más larga que las líneas de mi mano. En esas gotas de silencio -la piedra inmovilizada entre ranuras- el tiempo lo dice todo y lo dice bien... acomoda cada cosa según su forma y función, milimétricamente, sin errores de naturaleza oscura que expongan el desequilibrio, ese temblor evidente que todos miran detrás de sus párpados con horror. En esos lapsos hay, para mí, un remanso de tierra líquida en el que mi cuerpo cabe con su mundo de árboles y raíces; una transfusión de luz que puede verse desde el cielo. Pero el tiempo es de agua y se escurre: la piedra muerde, rasga las paredes hasta quedar libre y en su rebote describe el lado inverso del mundo, el lado opuesto de la voz que convierte a los espejos en portales de metal líquido. Mal presagio, asomo el pie y el espejo se abre, cruzo como el que aparta las cortinas de un prostíbulo.

Estoy sentada y miro como si no existiera otro verbo, como si quisiera gastar los ojos de tanto hacerlos caer sobre las cosas, sobre la niña que al fondo del bosque hace nudos con un hilo de niebla. Desconozco la manera, el gesto preciso con que mi mano toma el vaso y lo lleva a mi boca. Otra se toma el agua por mí, otra se fuma el cigarrillo que ahora flota entre mis dedos, otra el humo, otra el viento. Perdura la sed, perdura la ansiedad. No hay espacio para mí en mi cuerpo, ni una grieta aislada me recibe. Soy, dentro de mí, una partícula condenada al exilio. Una vez más he cruzado el espejo y mirar atrás no servirá de nada, no acortará la raíz del miedo que oprime hasta vaciar los pulmones. Se endurecen las venas, me sé una estatua, rígida, portavelas de un cuervo que hiere a los transeúntes con la mirada. No es de noche, pero el alma de la noche anda sobre el día, le domina con su espectro de hembra enloquecida y dulce. Puedo matar al que me quite la noche y alegar que fué en defensa propia, que querían quitarme la vida al quitarme la noche; ¿pero quién puede quitarme lo que no me pertenece? Nadie. Y digo nadie con una voz que me pertenece menos que la noche angulosa, digo nadie y, como si sacara vidrios del estómago, pronuncio asombrada mi nombre desde el aullido que asciende y perfora la entraña del bosque.


Todo aquí es atemporal, los minutos giran sobre su propio eje... círculos, camino en círculos y está siempre la misma silla, la misma puerta que gime por el castigo del viento. No sé qué hay dentro, no quiero saber. Entrar sería cruzar el espejo del espejo, el silencio irrespirable que petrifica las voces. El tiempo que no puedo medir es el rostro de la fiebre, horada mis huesos de polvo comprimido, trazo líneas de aire con el dedo para contar los días que no suceden. Podría gritar, desde los ovarios gritar, pero el silencio cubriría los tímpanos con su manto de vapor triste, el silencio... ese que le impongo a mi boca desde los pies. Mido la oscuridad respecto a la luz que una vez tuve, la luz indómita: esa caja de madera que suena a bailarina girando como si tratara de asir el cielo. Pero qué cielo si aquí no hay cielo, ni tierra, ni infierno en el que arder por los siglos de los siglos. Lo que hay es peor que eso, algo que no tiene nombre ni rostro, algo que tiembla al fondo de la copa y refleja al animal primitivo con su último aliento de licor: la nada absoluta, la nada de nada.


El recuerdo de la luz empuja a la oscuridad, la hace retroceder y me empuja, pone una escoba tras la puerta y por fin me expulsa. Fuera de mí soy eso a lo que temo desde la luz. Fuera de mí soy la piedra que pateo hasta verle zanjar la enramada. Asisto al penoso aterrizaje de mi cuerpo en la hierba, los fragmentos estiran el brazo, con dolor los dedos, para encajar nuevamente. Miro mis manos de tul envejecido, mis manos pequeñas como arañas de loto, lloro por mis manos que no saben tejer escaleras, lloro por mí desde la sal de la lágrima, y así los siglos de un minuto... quedo seca: polvo sobre el polvo que aguarda la lluvia.

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