El experto en hablar solo

Roberto Echeto ®



En estos días me he dado cuenta de que tengo más amigos fuera que dentro. Si lo veo con ojos optimistas, diré que es una maravilla porque cuando viaje a ciertas ciudades del mundo, no tendré que gastar plata en hoteles. Si, por el contrario, veo el asunto desde el lado trágico, pensaré lo que pienso todos los días: que me hacen mucha falta mis panas; que estoy envejeciendo lejos de gente muy querida y que, poco a poco, me he ido convirtiendo en eso que dice el título de esta crónica.

Hablar por el chat de Gmail o dejar mensajitos en Facebook es cosa de locos, pero a veces no queda más remedio que aceptar que los panas adquirieron la cara de la pantalla de la computadora. Es eso o despedirse para siempre de esas personas con las que compartiste rones, trasnochos, cuentos y peligros.

Menos mal que la vida sigue su curso.

Voy solo en el carro, oigo a Lee Morgan, tarareo partes de su música y, de pronto, comienzo a hablar en voz alta sobre que a Lee Morgan lo mató su mujer en un bar. Me digo a mí mismo (con todo y pleonasmo) que esa dama estaba loca y que cómo es posible que esas cosas ocurran… De inmediato digo que ocurren todos los días, que cualquier persona, por inocente que parezca, puede volverse loco… En ese instante señalo a una jeva que cruza una esquina. La miro y sigo con mi monólogo a lo Molly Bloom.

Claro, el loco soy yo que voy en el carro hablando solo y reflexionando en vivo y directo sobre la música y sobre lo que veo a través de las ventanas. Ahí es donde me pregunto si uno hablaría solo si tuviera cerca a los panas o a alguien divertido con quién hablar. Seguramente no. Lo más probable es que el comentario sobre la loca que mató a Lee Morgan despierte una larga disertación sobre humo, jazz y mujeres celosas.

Lo malo de acostumbrarte a hablar solo es que comienzas a creer que el mundo es como te lo imaginas, lo cual es el primer paso para embrutecer sin remedio.

Los que hablamos solos tendemos a desarrollar una lógica propia que puede tornarse obsesiva. Quienes hayan recorrido el mundo a bordo de innumerables taxis, habrán notado que a muchos taxistas les encanta narrar el camino y hablar del hueco en el asfalto cuando ven el hueco en el asfalto o del perro abombado cuando ven al perro abombado en la cuneta. En otras palabras: a falta de una amena conversación con el pasajero, bueno es charlar con la carretera. Si eso no se acerca a un comportamiento extraño, digan ustedes a qué se acerca.

La ausencia de interlocutores puede ser terrible para un hombre.

Aquello que nos gusta, nos da vida y aquello que nos gusta vive en la medida en que lo conversamos con los carnales. Sin panas aquello que nos gusta se queda en nosotros, se pasma y hasta se vuelve en contra nuestra. ¿Cuántos no dirán, cuando me ven, que por ahí viene el loco que habla solo? Menos mal que no soy taxista.

De nada valen los lamentos. Los amigos que se fueron, se fueron y ya. Ojalá que les vaya bien y que nos ayuden a contradecir esa máxima lapidaria que dice que la amistad es más frágil que la vida.

Bueno, dejemos el tono elegíaco porque no se ha muerto nadie.

Las dos o tres veces que he cruzado océanos y me he quedado en las casas de mis amigos, he vivido la felicidad de poder andar sin zapatos, de pedir comida china y de tomar cerveza echado en sus sofás. He conocido a sus nuevos amigos, me he muerto de la risa discutiendo peperas, he disimulado una que otra lágrima y, en síntesis, he sido feliz porque en cada una de esas visitas, mis amigos y yo hemos renovado los votos del afecto y del cariño que son los que mantienen viva a la amistad a pesar de las distancias y de las fronteras.

Así deben ser las cosas. A los panas hay que cuidarlos del olvido.

1 comentario:

Cinzia Ricciuti dijo...

Hola Roberto, aquí te dejo un poema, lo leí ayer por primera vez y ahora leo este texto tuyo.
Un abrazo.

CUANDO TODOS SE VAYAN
de Jorge Teillier

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.