Odio a las iguanas

Norberto José Olivar



A mi madre,
aunque no lo merezca


Odio a las iguanas. Me gusta irlas espachurrando, una a una, con el carro. Perseguirlas, acorralarlas y, finalmente, compactarlas al asfalto y dejarlas en el puro cuero. Pero no siempre fue así. Para justificar esta rara obsesión, confieso, con cierta vergüenza, que mi infancia transcurrió en una clínica siquiátrica, conocida como «La Ricardo Álvarez». Era el manicomio de los ricos, de los mantuanos, diríamos hoy. Estaba en las primeras cuadras de la avenida Bella Vista, dos edificios blancos de tres pisos, con un hermoso y amplio jardín en medio que servía de unión. Y muchos árboles, enormes, en los alrededores. Mi padre era el Jefe de Administración, y mi madre enfermera del edificio de mujeres. De modo que, a falta de niñera, me iba con ellos al trabajo y me soltaban en aquel inmenso vergel como si fuera el Central Park. Y por supuesto, acabé amigándome con muchos locos de los de «verdad». Había uno que corría descalzo por todas partes con un casco de moto, y yo me desarmaba el esqueleto tratando de alcanzarle en mi Harley Davidson Elektra de 500 cc o más. Recuerdo, también, una vieja llorona y piche a la que tenía un miedo atroz, me abrazaba y me llamaba por el nombre de su niño muerto. Mi madre, muy calmosa, me decía que le siguiera la corriente, «tranquilo, mi rey, que no te va a morder» aseguraba riendo. Otro se pasaba el día sentado bajo el sol pensando en conspiraciones insólitas, encamisado a la fuerza y repartiendo maldiciones a diestra y siniestra. En una silla de extensión, apartado, con las sienes calcinadas, estaba un hombre, grande, canoso, con la cara ladeada y babeando constantemente. Mantenía la mirada perdida y me parecía que se aburría todo el tiempo. Y así, sería imposible hablar de la variedad de locos que vi desfilar durante esos años. Pero un día —fatídico— llegó uno al que le dio por cazar iguanas. Me dijo que las iguanas cuando se las ve boqueando, es porque quieren absorber tu alma, son enviadas de satanás para espiarnos, «se te quedan mirando y si te muerden, sólo que dios haga tronar te sueltan, si no te dejan seco», decía cuchicheando, con miedo a que alguna de ellas pudiera oírle. Y una tarde, nublada y calurosa, me pidió que le siguiera al extremo norte del jardín para mostrarme algo. Fuimos tras los arbustos y quedé petrificado con tantas iguanas que había matado. Sin embargo, una —la más grande y monstruosa— estaba viva e inquieta. La tenía atada del cuello como a un perro, «esa tenéis que matarla vos», dijo con seriedad aterradora, y me dio una piedra para que le machacara la cabeza. Pero apenas pude acercarme. La iguana tenía los ojos rojos y lengüeteaba amenazante. Entonces saltó a morderme y a darme rabazos enfurecidos. Los gritos alertaron a mi madre y al resto de la enfermería de guardia. No recuerdo nada más. Según cuentan, me desmayé bajo las garras de aquel lagarto infernal.

«Todavía estabas muy chiquito cuando eso», dice ella, mi madre, muerta de risa, cada vez que lo recuerda y vuelve a contármelo.

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